sábado, 21 de enero de 2012

QUE LA VIRGEN NO LA VEA

Ella camina en derredor de una mugrienta plaza, el lugar que le da cierta seguridad, tal vez el único sitio grabado en su memoria o sus instintos al que siente pertenecer. Sus olvidos la mantienen allí.

En el pecho y sostenida por los hombros una bolsa de canguro de tela parchada en colores indefinidos, en ella lleva a su hija tal vez de un año de edad. Irma nunca sonríe, la bebé tampoco.

Se acerca a cualquiera con la mano derecha extendida pidiendo limosna.

En el extremo de la plaza la fe del pueblo construyó un altar para poner en él las baldosas de un piso en el que se dibujó la silueta de la virgen de Guadalupe. Irma se detiene frente a ella como queriendo encontrar con sus ojos de mirada vacía el rostro de la silueta, tratando de hallar un gesto, tal vez una caricia. La venerada silueta es desde hace años su meta y su punto de partida en el recorrido circular de sus instintos.

Camina unos pasos para situarse a espaldas del altar. Que la virgen no la vea llevarse la mano izquierda a la boca, que no la vea aspirar los enervantes olores que emanan del sucio trapo de tela embebido en solvente industrial, que no la vea engañar el hambre y el fracaso oliendo el trapo. Su olvido huele a solvente.

Irma no habla, ya no tiene nada que decir, probablemente ni siquiera tenga palabras en su memoria, escaparon con los vapores del solvente.

Sigue su andar de pasos pequeños y débiles, de pasos arrastrados que sortean como pueden las basuras del piso. Allí va con la mano derecha extendida pidiendo monedas.

Cuando caiga rendida seguramente se pondrá detrás del altar, allí se postrará para que todo mundo la vea menos la virgen. Que la virgen no la vea morir en el olvido.


HISTORIAS DE LA URBE



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