miércoles, 30 de junio de 2010

EL CÓDIGO CHILAQUIL



De memoria y memorias vamos componiendo parte de esta vida. A veces una simple plática, un aroma o un lugar disparan al presente los recuerdos que tuvieron algún significado importante en nuestro existir.

Platicando con una querida amiga sobre algunos gustos gastronómicos, coincidimos en la delicia que para ambos representan unos buenos chilaquiles; platillo altamente engordante y de gusto picoso como la gran mayoría de los antojitos mexicanos.

Con la sutil evocación del aroma del epazote y la textura de la crema de leche que deben acompañar al exquisito platillo, alguna cañería de la memoria comenzó a gotear, y recordé que en un pasado los chilaquiles tuvieron una importancia en mi vida, en mi relación amorosa con una mujer hoy lejana por el mutuo acuerdo del desamor compartido, y a quien desde estas líneas mando mis bendiciones.

Recuerdo que en ese lenguaje de códigos personales, de encriptamiento de miradas, gestos, actitudes y hasta silencios, llegamos a desarrollar el código chilaquil.

Hubo ocasiones en que al despertar de una noche plagada de lujuria y sudores, su comportamiento me revelaba si la pasión mostrada en el acto sexual tenía satisfecha a mi pareja de ese entonces. La clave era simple: Le daba por cocinarme chilaquiles.

Así, tal alimento se convirtió en indicativo inequívoco de la satisfacción sexual de esa bendita mujer. Marcó un norte para las caricias, las intensidades, las posiciones y los arrebatos de la siguiente ocasión.

Debo de confesar que no todo era físico, la preparación del platillo tenía una gran carga emocional, y revelaba también la satisfacción del alma de mi pareja.

Con esa gran agilidad mental y extrema sensibilidad que me caracterizan para notar de inmediato las cosas sutiles, como a los 3 años de relación me di cuenta de la coincidencia entre una buena noche de pasión y el despertar envuelto en el sensual aroma de epazote y cebolla.

Un día le pregunté el por qué no me cocinaba un buen caldo de camarón, algún consomé de pollo o carne asada. Su respuesta fue simple y sencilla: Cuando me “atiendes bien” se me antoja prepararte chilaquiles.

Así nació el código chilaquil.


No es extraño que cuando algún amigo me platica sus apuros amorosos y desavenencias con su mujer, le diga yo como apunte de suma sabiduría y realidad inevitable: “Gánate los chilaquiles”, o bien: “Los chilaquiles se ganan”.

Por algún tiempo la victoria de mi vanidad sexual se representaba con un generoso plato de chilaquiles; eran el símbolo indubitable de lo que creía mi buen rumbo como amante, el ego inflamado que se expresa en tortilla frita con salsa picante espolvoreada con queso.

El código mismo tenía sus complicaciones.

Cuando los sabores de los ingredientes se encontraban en equilibrio la significación era simple por que denotaba la satisfacción del cuerpo y la paz del alma.

Si el sabor era muy picante, por supuesto se entendía la preponderancia de la satisfacción netamente sexual por encima de lo emocional.

De esas percepciones partíamos para entender toda una gama de emociones y sensaciones, y así, en la combinación de texturas, sabores, tiempos de preparación y adorno del platillo hallamos –o hallé- la carta de ruta en mis malabarismos amatorios.

Con el paso del tiempo mi sensibilidad chilaquilera se exacerbó y fui capaz de notar o imaginar sabores que tal vez no existan en el paladar de las verdaderas personas (homo-sapiens), pero si de los que somos infrahumanos (homo-chilaquil); así, en ocasiones noté el amargo sabor de la tristeza, el agrio sabor del desencanto y el picante sabor de los celos. Lo sabía más por el gusto que por las palabras.

Confieso que en los últimos tiempos, cuando los chilaquiles se fueron espaciando cada vez más en nuestra relación, noté un acre sabor de tedio y desinterés, lo que me indicó que tal vez la cacerola donde se cocinaba la expresión del día siguiente estaba al fuego en una estufa ajena.

No niego que fueron varios los intentos por volver a sazonar el mítico platillo y retomar los aromas y sabores que marcaron el buen tiempo de amantes, pero confieso que ya no pudimos lograr ese equilibrio aún cuando los esfuerzos se hicieron. Los últimos chilaquiles pudieron ser picantes, pero tenían en la boca un dejo de distancia, la que nos regaló el intento por simplemente soportarnos.

Hoy en día mi más caro anhelo es ir inventando el Manifiesto Arepa, y que por el resto de mi vida me despierte con el aroma exquisito de ese plato tradicional venezolano; que al morder la suculenta preparación, sienta en el paladar el equilibrio de sabores que dan la entrega y la ternura, sabores a los que me han acostumbrado dulcemente y eso si, cada Arepa ganármela a pulso….a cuerpo y amor, mejor dicho.

Apaga la luu.




5 comentarios:

  1. BUENISIMOOOOOOOOOOOOOO. AMIGUITIO. EXQUISITOSSSSSSSSSSSSS LOS CHILAKILES NO? JAJAJA, GRAX

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  2. hola alex esta muy bueno tu articulo me encanto eres lo maximo te kiero mucho besos

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  3. Ahhhh ahora entiendo el porqué cuando alguna vez que desayunamos con motivo de trabajo, comentabas con melancolía que a pesar de lo mucho que te gustaban los chilaquieles, solo dos veces en tu vida te los habían preparado, ánimo mi Alex, habrá más oportunidades de buscar que te los cocinen por lo menos una vez más, la esperanza muere al último.

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  4. Jaja gracias por tu comentario compadre. La esperanza muere al último, tienes razón

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  5. ALEX, me encanto tu blog, esta GENIAL... ME ENCANTO muxho. estamos en contacto. ANGIE SUN.

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